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Reportaje

La pena capital muere matando

Adrià Calatayud                             

 

Washington, junio de 2014

Stephanie Neiman tenía 19 años el 3 de junio de 1999. Hacía dos semanas que se había graduado en el instituto. Aquella tarde salió con una amiga. Como otras veces, Neiman acompañó a su amiga en coche a su casa en Perry (Oklahoma, Estados Unidos). Al llegar, las jóvenes se encontraron con que tres hombres que estaban robando en la vivienda.

 

Cuando se percataron de su presencia, los asaltantes trataron de convencerlas de que no llamaran a la policía. Neiman se negó. Entonces, intentaron hacerse con su camioneta, pero la joven se resistió a cederles un vehículo que acababan de comprar sus padres. Temiendo que les delataran, los atracadores las golpearon y les ataron las manos. Después se las llevaron en la camioneta, junto al novio de la amiga, el propietario de la casa, y su bebé de nueve meses.

 

Los condujeron a una zona rural, donde violaron a las dos jóvenes. A continuación, uno de los atracadores empezó a cavar un agujero en el suelo. Una vez fue lo suficientemente profundo, otro de ellos disparó a Neiman dos veces. Aunque no estaba muerta todavía, la lanzó al agujero y la enterró viva. «Decidí matar a Stephanie porque no hubiera estado de acuerdo en quedarse callada», declaró posteriormente a la policía su asesino, Clayton Lockett.

 

Lockett, que entonces tenía 23 años y ya había pasado por prisión, no evitó ser denunciado. En el juicio, un año después, se le acusó de asesinato en primer grado (homicidio con agravantes) y 18 delitos más: robo, asalto armado, violación, secuestro... Steve y Susie Neiman, los padres de Stephanie, pidieron al jurado el máxima castigo para Lockett, la pena capital. Y su voluntad se fue atendida.

 

Quince años y varias apelaciones fallidas después, Lockett cumplió su sentencia el pasado 29 de abril. Su ajusticiamiento levantó mucha expectación, porque el Departamento Correccional de Oklahoma lo programó dos horas antes que el de otro preso, Charles Warner. Iba a ser la primera ejecución doble en Estados Unidos desde 2000 y la primera en el estado desde 1937, pero al final no lo fue.

 

Al cabo de unos minutos del inicio de la ejecución se supo que algo no iba según lo previsto. Lockett empezó a jadear y retorcerse poco después de recibir la inyección letal. Los funcionarios del penal de McAlester (Oklahoma), donde tuvo lugar el ajusticiamiento, cerraron las cortinas de la sala ante los gritos de dolor del preso. Pasada una media hora, anunciaron que se cancelaba la ejecución, porque la inyección no estaba fluyendo por las venas del reo. Y unos instantes más tarde, cuando ya hacía 43 minutos que todo había empezado, Lockett fue declarado muerto por un ataque al corazón. Así lo contaron las crónicas de los periodistas que asistieron. Es la descripción de un suplicio. Visto lo visto, los responsables de la prisión aplazaron la ejecución de Werner.

 

 

Una ejecución discutida

 

 

La polémica estaba servida. La ejecución de Clayton Lockett indignó a medio mundo y abrió un nuevo capítulo en el eterno debate sobre la pena de muerte en Estados Unidos. Suscitó una cascada de reacciones internacionales, desde la Unión Europea, que se refirió a ella como una «trágica serie de acontecimientos», hasta la Organización de los Estados Americanos, que la calificó como «agonizante». Incluso un partidario de la pena de muerte como el presidente estadounidense, el demócrata Barack Obama, la tachó de «profundamente preocupante».

 

El relator especial de las ONU sobre la tortura y otros tratos y penas crueles, inhumanos y degradantes, Juan E. Méndez, considera que episodios como la muerte de Lockett muestran que la inyección letal no es un método de ejecución indoloro. «Nos habían dicho que lo era porque no veíamos la reacción que tenían los ejecutados, y no la veíamos porque estaban paralizados. No porque estaban inconscientes, sino porque estaban paralizados. Con el ejemplo de Oklahoma, nos damos cuenta de que la inyección letal no es un modo “humano” de ejecutar a nadie», añade Méndez.

 

El director ejecutivo del observatorio estadounidense Centro de Información de la Pena de Muerte (DPIC, en inglés), Richard Dieter, apunta también al descontento popular que provocan estos casos. «La gente sabe que no quiere que los presos mueran sufriendo ni que una ejecución dure 45 minutos y después el preso muera de un ataque cardíaco en la trastienda porque el proceso no funcionó. No quieren que eso se repita y no quieren que se ejecute a personas inocentes ni que haya un proceso injusto, aunque apoyen la pena de muerte. Hay límites a cuánto se apoya la pena de muerte y ahora está teniendo problemas que van más allá de si estás a favor o en contra. Nadie quiere estos errores», afirma Dieter.

 

Para esclarecer las causas de lo ocurrido aquel día, se han abierto varias investigaciones. El estado de Oklahoma ha suspendido sus ejecuciones hasta noviembre para revisar los métodos con los que las lleva a cabo. También en el ámbito federal ha sido aplazado ese castigo hasta que el Departamento de Justicia complete un análisis sobre cómo se aplica, a petición de Obama.

 

Una primera autopsia ha revelado que lo accidentado del fallecimiento de Lockett se debió a una mala aplicación de la inyección letal. El equipo encargado de administrársela le realizó varias punciones. No obstante, pese a que las venas del preso estaban sanas, los funcionarios no hallaron ninguna para que los fármacos entraran en su torrente sanguíneo, de modo que acabaron en los tejidos adyacentes, causando una muerte mucho más prolongada de lo habitual —las ejecuciones con inyección letal suelen durar alrededor de cinco minutos si se realizan correctamente y en ningún caso superan los diez—.

 

Los tribunales tomaron nota de la muerte de Lockett y suspendieron, por diferentes razones, seis ejecuciones en los dos meses siguientes. Estados Unidos abrió un paréntesis en su aplicación de la pena capital de siete semanas que cerró de golpe. Tres ejecuciones en tres estados diferentes en un plazo de 24 horas entre el 17 y el 18 de junio dieron carpetazo a la etapa de reflexión que inauguró el fiasco de Oklahoma. «Las ejecuciones fueron apresuradas, deberían de haberse retrasado hasta que tuviéramos toda la información» de las investigaciones, considera Dieter, que añade: «No queremos que lo de Lockett vuelva a suceder y, sin embargo, no sabemos exactamente lo que pasó».

 

 

Las razones de la polémica

 

 

«Ya teníamos los problemas habituales con la pena de muerte de injusticia e inculpación de inocentes y ahora hay uno nuevo, que los estados no son capaces de llevar a cabo las ejecuciones de una forma humana», explica el director del DPIC. En concreto, dos elementos presentes en el caso de Lockett han dado argumentos renovados a los opositores de la pena de muerte: el hecho de que la combinación de fármacos empleada en su ejecución no se había usado antes en el estado y el secretismo que rodea su procedencia.

 

La experta sobre la pena de muerte de la Facultad de Derecho de la Universidad de Berkeley (California, EE.UU.) Jennifer Moreno ve una relación entre la opacidad alrededor de la pena de muerte —que, añade, «no es nueva»— y el uso de nuevas inyecciones letales. «Durante años, los estados se han esforzado por ocultar del escrutinio público muchos detalles importantes sobre cómo se llevan a cabo las ejecuciones, incluyendo la preparación y cualificación del equipo que las realiza, qué pasa en ellas y ahora también la fuente de las inyecciones. En el último año ha habido un aumento en el secretismo que rodea el proceso, ya que varios estados han aprobado nuevas leyes que hacen confidencial la información sobre los medicamentos ejecutores y sus proveedores. Y todo esto sucede cuando los estados están recurriendo a inyecciones menos fiables», señala Moreno.

 

La inyección que mató a Locket contenía tres ingredientes, entre ellos el anestésico midazolam. Nunca se había recurrido a tal combinación en un ajusticiamiento en Oklahoma, aunque sí en otros estados del país, como Florida, sin mayores complicaciones. Basándose en esta alegación y en que el Departamento Correccional de Oklahoma se aferró a la norma que le permite ocultar el origen de los medicamentos que componen sus inyecciones letales para no revelar de dónde los había obtenido, los abogados de Lockett apelaron hasta última hora contra la ejecución de su defendido. Pero sus esfuerzos resultaron infructuosos.

«Cada vez que el departamento correccional de un estado cambia un protocolo de ejecución que requiere el uso de drogas que no se han empleado antes provoca dudas sobre si ha sido diligente para garantizar que los fármacos utilizados son seguros y efectivos y, por tanto, constitucionales. Sólo un tribunal, después de una investigación, puede determinar si el método en cuestión cumple con las leyes», apunta Moreno. Sin embargo, la experta de la Universidad de Berkeley añade que la «reticencia» de los estados a proporcionar información sobre la fuente de los componentes empleados evita que los tribunales se pronuncien respecto a su seguridad.

 

Casualmente es el estado de Oklahoma, donde se inventó la inyección letal y el primero en adoptarla como método de ejecución, el que ahora pone en duda su humanidad. El médico de Oklahoma Jay Chapman la creó en 1977. Convencido partidario de la pena de muerte, Chapman empezó a pensar en ella cuando al primer ejecutado después de la moratoria de cuatro años propiciada por una sentencia del Tribunal Supremo estadounidense se le dio a elegir entre la silla eléctrica y el pelotón de fusilamiento. «Es realmente ridículo. Matamos a los animales más humanamente que a las personas», dijo entonces Chapman. La inyección letal fue el resultado de su preocupación.

 

Texas, en 1982, fue el primer estado en utilizar una inyección letal y con el tiempo su adopción fue unánime en Estados Unidos. A día de hoy es la forma de aplicar el castigo capital prioritaria en los 32 estados en los que está vigente esta condena y también en tres de los últimos en abolirla, Nuevo México, Connecticut y Maryland, donde la prohibición no se aplica con carácter retroactivo —en algunos estados se da a elegir al reo entre la inyección letal y otra forma de morir, como la silla eléctrica, la cámara de gas o los pelotones de fusilamiento—. De hecho, de las 1.382 ejecuciones que se han producido desde la reintroducción de la pena de muerte de 1976, la inyección fue el brazo armado de la Justicia en 1.207, el 87 %, según el observatorio DPIC.

 

La mayoría de los estados utilizó durante años una inyección letal en tres pasos: primero un anestésico o barbitúrico (normalmente pentotal sódico), después un agente paralizante (bromuro de pancuronio) y para concluir cloruro de potasio, que detiene el ritmo cardíaco. El profesor asociado de Medicina de la Universidad Johns Hopkins Paul Christo, experto en el tratamiento del dolor, explica que el anestésico induce una pérdida de conciencia y el pancuronio paraliza los músculos, incluido el diafragma, lo que dificulta la respiración, cuando no la imposibilita. Finalmente, el potasio, el último componente en actuar, provoca que los latidos del corazón se hagan irregulares y se extingan. «Cada uno de ellos se administra en dosis más grandes de lo normal para asegurarse de que sean letales», añade Christo.

 

La elección de la inyección letal, sin embargo, introdujo un nuevo factor para las penitenciarías estadounidenses, que no presentaban ni la electrocución, ni los pelotones de fusilamiento, ni las cámaras de gas, ni la horca: su dependencia de terceros. Mientras las farmacéuticas les proporcionaron los medicamentos para las inyecciones, esto no fue un problema. Pero llegados a cierto punto empezó a serlo.

 

Ese punto llegó en 2010. A las cárceles estadounidenses se les empezaron a agotar las reservas de barbitúricos, lo que obligó a retrasar varias ejecuciones. La empresa que les proporcionaba el pentotal sódico (que entonces era el anestésico utilizado por todos los estados que aplicaban la pena capital), la estadounidense Hospira, que lo manufacturaba en Italia, cada vez producía menos. «Primero dijeron que los suministros se les estaban acabando y que tal vez no podrían fabricar mucho. Después contaron que los trabajadores de la planta italiana no querían que su producto se usara en la pena de muerte», recuerda el director del DPIC.

 

Hospira detuvo la producción por completo en enero de 2011. «Entonces los estados dijeron: “¿qué hacemos?” Algunos lo encontraron en Inglaterra, también en la India. El principal componente (el pentotal sódico) estuvo disponible por un tiempo, pero después dejó de estarlo, así que tuvieron que buscar uno nuevo. Pensaron en el pentobarbital, que estaba disponible en los Estados Unidos y no hacía falta buscarlo en el extranjero. No obstante, el fabricante, Lundbeck, estaba en Dinamarca y dijo que no», abunda Dieter. La Comisión Europea prohibió en diciembre de ese año la exportación de productos —que pueden emplearse en operaciones cotidianas en un hospital— para ser usados en inyecciones letales, en su intento por acabar con la tortura y la pena de muerte en el mundo. Europa, la alternativa para conseguir barbitúricos que les quedaba a las cárceles estadounidenses, también dejó de ser una opción.

 

 

En busca de alternativas

 

 

Ante la escasez de las dosis de inyecciones letales convencionales, los estados con la pena de muerte en vigor se han visto obligados a tantear nuevas formas de quitarles la vida a sus condenados. Algunos, como Ohio, han optado por probar mezclas de inyecciones, con uno, dos o tres componentes, sin precedentes de uso que han convertido ciertos ajusticiamientos en experimentaciones letales, con visibles muestras de dolor de los presos, como el de Dennis McGuire, de Ohio, en enero.

La experta de Berkeley Jennifer Moreno asegura que duda de la constitucionalidad de ejecuciones «extremadamente problemáticas» como las de Lockett o McGuire. Moreno recordó también que el especialista médico del Departamento Correccional de Ohio ya avisó antes del ajusticiamiento de McGuire de que no había forma de saber cuánto duraría, porque la combinación de fármacos de esa inyección letal no se había empleado antes. «Cuando se usa un método no probado es imposible asegurar con certeza qué efecto tendrá en el preso y más aún si los estados ocultan información sobre el origen y la calidad de las inyecciones que usan, porque impide que los tribunales y el reo sepan si son lo que se pretenden y si funcionan según lo previsto», razona Moreno.

 

Otros estados, como Oklahoma o Misuri, han recurrido a las fórmulas magistrales de las farmacias de compuestos, pequeños centros farmacéuticos que imitan medicamentos del mercado y que no están sujetos al control sanitario federal. No obstante, Moreno denuncia que cuando se usa una fórmula magistral no se puede estar seguro de qué hay en esa inyección.

 

El recurso a las farmacias de compuestos suele ser opaco. Para huir de un hipotético boicot de los oponentes a la pena de muerte, los departamentos penitenciarios invocan las llamadas leyes de secretismo, que les permiten no difundir públicamente qué empresas les suministran los productos con los que ejecutan a los presos. Así, este método resulta menos controlado. Dieter, director del DPIC, indica que los estados defienden que si no son cautelosos con esa información, las empresas que les proporcionan las inyecciones se echarían atrás, porque no quieren estar expuestas y que se vincule su nombre a las ejecuciones. «Y los tribunales han permitido el secretismo», añade Dieter.

 

«La posición por defecto es dar poca información», afirma el director del DPIC, que se muestra crítico con esa opacidad: «¿Por qué tanto secretismo? Es verdad, la pena de muerte les puede traer problemas si se ponen al descubierto, pero ése es el precio que pagas por tener un Gobierno transparente en una sociedad transparente. (…) Hay cierta responsabilidad que la gente asume cuando se involucra en la pena de muerte. No es una cuestión menor. Las empresas que quieren proporcionar fármacos y los médicos que quieren participar son profesionales. Algunos de ellos son buenos y otros no. Tenemos que ser capaces de contar que no sólo están haciendo una cosa médica. Están tomando una responsabilidad, están poniendo su nombre en esa acción. Creo que el secretismo ha ido demasiado lejos».

 

Por otra parte, el centro de estudios The Constitutional Project recomendó que se usaran inyecciones letales de un solo componente, una amplia dosis de anestésico, suficientemente grande como para matar a los presos, por su menor riesgo de error al administrarlas. En un informe divulgado poco después de la ejecución de Lockett, elaborado por un grupo de expertos legales que contaba con partidarios y opositores a la pena capital, concluyeron que las mezclas de tres fármacos «crean un alto riesgo de incorrecta administración o anestesia». Por tanto, añadieron, si la anestesia no se realiza de forma adecuada, los medicamentos no tienen las dosis correctas o las inyecciones no se administran con precisión, la ejecución puede resultar dolorosa. En su documento, citaron el caso de Oregón, el único estado de EE.UU. que ha legalizado el suicidio asistido por médicos, en el que los pacientes toman una sobredosis de barbitúricos y recordaron que los veterinarios también prefieren las inyecciones de un solo fármaco antes que las de tres para sacrificar animales por considerarlas «más humanas».

 

Sin embargo, otros estados parecen más inclinados a volver a los métodos de ejecución que ya se creían superados. Tennessee reintrodujo a finales de mayo el uso obligatorio de la silla eléctrica en caso de no disponer de inyecciones letales, una opción que ya se debatió en los parlamentos estatales de Virginia y Luisiana, donde no prosperó. Además, en otros estados, como Utah, Misuri y Wyoming, ya se ha planteado la posibilidad de legalizar de nuevo los pelotones de fusilamiento.

 

Dieter ve en estas medidas una señal de advertencia «de que los estados quieren los fármacos, quieren mantenerlos en secreto y poca interferencia o control, porque, si no, irán a la silla eléctrica». «No creo que la gente de Tennessee o el gobernador quieran un espectáculo con un castigo así a alguien, lo que realmente quieren es continuar con la inyección letal», señala el director del DPIC. Para Dieter, la ley de Tennessee es «un arma» para presionar a los tribunales, las farmacéuticas y los abogados defensores de los presos —porque la escasez de inyecciones convencionales se ha convertido en un filón para detener las ejecuciones—. «En cierta forma es una buena estrategia, porque es decir que vamos atrás. Y como no quieren que volver al pasado, no tienen que regular para que se revelen los nombres ni mirar demasiado de cerca», concluye el director del observatorio.

 

En todo caso, pese a que tras los recientes episodios de ejecuciones accidentadas la sensación generalizada es que las complicaciones se derivan de la ausencia del barbitúrico pentotal sódico, los datos muestran lo contrario. Un libro que recopila todas las ejecuciones problemáticas de Estados Unidos entre 1890 y 2010 —Gruseome Spectacles: Botched Executions and America’s Death Penalty («Espectáculos espantosos: Ejecuciones pifiadas y la pena de muerte de Estados Unidos») de Austin Sarat, profesor de Jurisprudencia y Ciencias Políticas del Amherst College (Massachusetts, EE.UU.)— detalla que sucedieron episodios similares en el 7 % de las ejecuciones que se llevaron a cabo mediante la inyección letal y, contando los otros métodos, en el 3 %. «Una mirada de cerca a las ejecuciones en Estados Unidos sugiere que, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, el dolor y el error potencial son inseparables del proceso a través del cual el estado extingue la vida», escribe Sarat.

 

 

¿La muerte del castigo capital?

 

 

El presidente Obama ordenó un análisis de la pena de muerte en Estados Unidos tras los problemas surgidos en la ejecución de Clayton Lockett. «En la aplicación de la pena de muerte en este país, hemos visto problemas significativos: sesgo racial, aplicación desigual, es decir, situaciones en las que hubo individuos en el corredor de la muerte que después se descubrió que eran inocentes por pruebas exculpatorias», dijo el mandatario estadounidense.

 

En efecto, aunque la población negra supone el 12 % del total de los habitantes de Estados Unidos, representa el 42 % de los presos en el corredor de la muerte, según la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP, en inglés). «No sólo eso, sino que hay muchas más posibilidades de que te den la pena de muerte si eres un acusado negro que cometió un acto de violencia contra un blanco, menos si es entre negros y menos todavía si eres un blanco cometiendo un delito contra negros o contra otras razas», apunta Méndez, relator de la ONU sobre la tortura. Méndez añade que la pena de muerte va a seguir siendo ejecutada de forma discriminatoria, porque «es imposible eliminar de los procesos judiciales las tendencias a la discriminación que existen en la sociedad».

 

Asimismo, un estudio elaborado la Universidad de Michigan y publicado recientemente concluyó que el 4,1 % de las condenados a muerte eran a inocentes, tras analizar las 7.400 sentencias inculpatorias emitidas entre 1973 y 2004. Dieter comenta que el presidente estadounidense apuntó a problemas amplios, como la raza o la inocencia. «Eso indica que la pena de muerte en sí misma necesita ser examinada en esta era. La hemos tenido, pero eso no significa que siempre la vayamos a tener», pronostica Dieter. Porque los recientes casos de ejecuciones agónicas llegan en un momento en el que la pena de muerte vive horas bajas. Se aprecia su declive tanto en la aplicación como en la popularidad, hasta el punto de que los oponentes confían en que el fin del castigo capital se aproxima.

 

Méndez se declara «convencido de que la pena de muerte desaparecerá en Estados Unidos. «Año tras año ha descendido el número de ejecuciones. Ahora estamos más o menos en la mitad de las que se producían hace diez años nada más. Y varios estados se han sumado a los que han abolido la pena de muerte del todo. Además, la Corte Suprema la ha declarado inaceptable para menores y para personas con discapacidad mental. La tendencia es claramente a la abolición», argumenta el relator de la ONU.

 

Seis estados han abolido la pena de muerte en los último siete años (Nueva York, Nueva Jersey, Nuevo México, Illinois, Connecticut y Maryland). Y, con ellos, ya son 18, más el Distrito de Columbia, los estados que han prohibido el castigo, que sigue siendo legal en los otros 32, además de en el ámbito federal y en la justicia militar. No obstante, los gobernadores de Washington, Oregón y Colorado se han comprometido a no firmar más condenas a muerte mientras sigan en el cargo. A esto hay que sumar las moratorias temporales anunciadas tras la muerte de Lockett por Oklahoma y el Gobierno federal, y otra más del estado de Ohio, pendientes de la resolución de sus respectivas investigaciones.

 

También la cantidad de ejecuciones va a la baja. En 2013 fueron 39 los reos ajusticiados, cuatro menos que en 2012 —este año van 22—, un dato que sitúa a Estados Unidos como la primera democracia del mundo en número de ejecutados y el quinto país en general, sólo por detrás de China, Irán, Irak y Arabia Saudí, según Amnistía Internacional. Son cifras que dibujan una tendencia descendiente de la aplicación de esta pena en los últimos años —en 1998 se estableció el récord de ajusticiados desde la reinstauración de la pena capital de 1976, con un total de 98— que va en paralelo a la disminución de la criminalidad en el país y también de las sentencias a muerte.

 

«En general los instrumentos internacionales de derechos humanos no prohíben la pena de muerte, pero son claramente abolicionistas. La prohíben, por ejemplo, para mujeres embarazadas, niños y personas con discapacidad mental», explica Méndez. El relator especial de la ONU destaca que la persistencia de la pena de muerte en Estados Unidos deja al país norteamericano en una posición anómala en el primer mundo. «Lo más grave —incide Méndez— es que es el único país de los llamados desarrollados que retiene la pena de muerte, cuando toda Europa y los demás países desarrollados, como Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la han abolido. Y la han abolido por las razones explícitas de que es una pena incompatible con nuestra concepción de la dignidad humana y contradice todos los principios democráticos y del Estado de Derecho, porque es irreversible y porque es imposible corregir el error judicial, que siempre existe».

 

Y, si el mundo parece tender hacia la abolición, ¿por qué Estados Unidos mantiene la pena de muerte? «Yo no me lo puedo explicar tampoco», responde Méndez. «Lo único que puedo decir —abunda el relator de la ONU— es que Estados Unidos tiene un sistema federal muy acendrado, donde las comunidades locales y los estados se mantienen muy blindados de la injerencia federal y ha habido tendencias en los últimos 20 o 30 años a reforzar la autonomía de las comunidades estatales y locales. Por eso, se van a mantener ciertos focos de defensa de la pena de muerte, aunque la mayoría del país esté cada vez más en contra».

 

Ésa es también una de las principales conclusiones a las que llega el sociólogo David Garland, profesor de la New York University, en su libro Peculiar Institution: America's Death Penalty in an Age of Abolition («Una institución peculiar: La pena de muerte de Estados Unidos en una era de abolición»). Garland relaciona la supervivencia del castigo capital con su profunda conexión a las instituciones de autonomía local estadounidenses.

 

En todo caso, Garland niega en su ensayo que el castigo capital tenga un efecto disuasorio sobre el crimen. Le reconoce, sin embargo, otras utilidades para determinados actores sociales, como los políticos o los jueces —que en algunos estados son elegidos por los votantes—, que pueden mostrar así su «mano dura», o los medios de comunicación, a los que les permite satisfacer la «fascinación por la muerte» del público con el «poder emocional, interés popular y atractivo perenne» que desprende la pena capital.

 

Pese a que la pena de muerte esté vigente en 32 estados, la frecuencia con la que se recurre a este castigo dista mucho de ser homogénea. Las 39 ejecuciones del año pasado se repartieron sólo entre nueve estados y la mayoría se concentraron en dos, Texas y Florida, según el observatorio DPIC. De hecho, un estudio elaborado por este centro reveló que el 2 % de los 3.144 condados (divisiones administrativas que agrupan a varios municipios) de Estados Unidos es responsable del 52 % de las ejecuciones llevadas a cabo entre 1976 y 2012 y acoge al 56 % de los presos en el corredor de la muerte.

 

«Sólo seis estados han llevado a cabo ejecuciones en lo que va de año y al final serán seis o siete, no serán diez. Muy pocos estados lo hacen y están principalmente en el sur. Ese aislamiento significa que la pena de muerte no es una práctica estadounidense. Sí, somos un país, pero la pena está aislada en una pequeña área. La mayoría de los estados no tienen ejecuciones en uno o dos años, ni tampoco sentencias a muerte. La pena capital está convirtiéndose lentamente en un fenómeno raro y aislado que probablemente no va a sobrevivir para siempre», pronostica el director del DPIC.

 

Méndez destaca que muchos estadounidenses empiezan a considerar «innecesario» ese castigo, además de por las antiguas discusiones sobre la culpabilidad y la inocencia y la posibilidad de un error judicial, porque la criminalidad ha bajado mucho en Estados Unidos «y por causas que no tienen nada que ver con la pena de muerte». «Hay sectores de la población que siempre lo consideraron inhumano y ahora otros sectores lo empiezan a considerar innecesario. Aunque filosóficamente pudieran estar a favor de la pena de muerte en determinadas circunstancias, en general se inclinan a estar en contra porque no es útil y no es un modo de penalidad pragmático», reflexiona el relator de Naciones Unidas.

 

Los números varían en función de la encuesta, pero casi todas coinciden en señalar que el apoyo popular a la pena de muerte sigue siendo mayoritario, aunque va en declive. Los últimos resultados de dos grandes encuestadoras como Gallup y Pew cifran en el 60 % y el 55 %, respectivamente, el respaldo a ese castigo. Son mínimos históricos. Además, empiezan a aparecer los primeros sondeos que apuntan a una inversión en la opinión pública, como el encargado recientemente por el diario The Washington Post y la cadena ABC, en el que el 52 % prefería la cadena perpetua sobre la pena de muerte, una opción por la que se inclinaba el 42 %.

 

El fin de la pena de muerte de Estados Unidos, si ha de llegar, no parece cercano. Sus apoyos son todavía demasiado amplios, arraigados y notables. Prueba de ello son las palabras que le dedica el actual ocupante de la Casa Blanca. «Creo que hay algunos crímenes —asesinatos en masa, violación y asesinato de un niño— tan atroces, que superan tanto lo burdo, que la comunidad tiene una justificación en expresar su furia en toda su plenitud con el máximo castigo», escribió Obama en su libro Audacity of Hope («La audacia de la esperanza»). Como él, una mayoría de estadounidenses considera que violar, disparar y enterrar viva a una joven de 19 años bien merece una condena a muerte. Quizá la pena capital muera algún día en Estados Unidos, pero mientras tanto seguirá matando.

Imagen: Departmento Correccional de Oklahoma

Lockett, ejecutado a los 38 años.

Para esclarecer las causas de lo ocurrido aquel día, se han abierto varias investigaciones. El estado de Oklahoma ha suspendido sus ejecuciones hasta noviembre, para revisar los métodos con los que las lleva a cabo. También en el ámbito federal ha sido aplazado ese castigo hasta que el Departamento de Justicia complete un análisis sobre cómo se aplica

Una primera autopsia ha revelado que lo accidentado del fallecimiento de Lockett se debió a una mala aplicación de la inyección letal

Los expertos opinan

Las alternativas

Los recientes casos de ejecuciones agónicas llegan en un momento en el que la pena de muerte vive horas bajas. Se aprecia su declive tanto en la aplicación como en la popularidad, hasta el punto de que los oponentes confían en que el fin del castigo capital se aproxima

Seis estados han abolido la pena de muerte en los último siete años (Nueva York, Nueva Jersey, Nuevo México, Illinois, Connecticut y Maryland). Y, con ellos, ya son 18, más el Distrito de Columbia, los estados que han prohibido el castigo, que sigue siendo legal en los otros 32, además de en el ámbito federal y en la justicia militar

Animación: Centro de Investigaciones Pew

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Ejecuciones por estado y año desde la reinstauración de la pena de muerte en EE.UU. en 1976 hasta la actualidad. Texas la estadística, con más de un tercio del total. Siguen Virginia, Oklahoma, Florida, Misuri y Alabama.

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